Por Rafael Chaljub Mejìa (Un Aporte de Don Américo Mejía)
Poco se habla de la vida política y el destino final de los que, el 16 de julio de 1838, junto al patricio Juan Pablo Duarte, fundaron La Trinitaria para la lucha por la fundación de la República.
Aparte de su participación en aquel acto señero, de haber firmado con sangre de sus venas el Juramento de Honor que consignaba sus propósitos comunes, la vida de los ocho que allí estuvieron junto a Duarte no suele ser dilucidada con frecuencia.
Una breve investigación a ese respecto permite deducir que, después de proclamada la República, en la conducta de los trinitarios hubo de todo. Desde los que permanecieron fieles al ideal de Duarte hasta morir, pasando por los que se volvieron indiferentes a la suerte de su patria, hasta llegar a los que renegaron abiertamente de los principios duartianos.
Félix María Ruiz. Después del 27 de febrero memorable permaneció por corto tiempo junto a Duarte, fue desterrado y se quedó sus últimos años en Venezuela.
Permaneció ignorado y fue ya en 1890 que el Estado le otorgó una pensión y mandó a buscarlo en un barco que Ruiz no pudo abordar porque se lo impedía la enfermedad a la que sucumbió un año después.
Benito González. Estuvo en el baluarte la noche del 27 de febrero, poco después se retiró de la lucha política.
Juan Isidro Pérez. Fue en casa de su madre donde se fundó La Trinitaria, perseguido y desterrado junto a Duarte en 1843, acérrimo enemigo de Pedro Santana, declarado traidor y desterrado de nuevo por éste en 1844, volvió al país en 1848 y en estado de completa enajenación mental, murió veinte años después. El ilustre loco suelen llamarle algunos historiadores.
José María Serra. Siguió junto a Duarte, pero cuando cayó el presidente Manuel Jiménez, bajo el ataque demoledor de Pedro Santana, Serra fue desterrado, se instaló en Mayagüez, Puerto Rico, donde murió en 1888. Sus restos fueron traídos en 1915.
Pedro Alejandrino Pina. Tras el nacimiento de la República peleó contra los haitianos, uno más de las víctimas del destierro. Vino con Sánchez en la expedición antianexionista de junio de 1861, sobrevivió y fue él, según se afirma, quien enteró a Duarte de la guerra de restauración que estaba en marcha desde 1863.
Pina regresó después del triunfo de los patriotas, se puso a la orden del general José María Cabral y mientras peleaba en la guerra de resistencia que este dirigía en la región sur, contra el intento de anexión a Estados Unidos alentado por Buenaventura Báez en su administración de los Seis Años, murió en San Juan de la Maguana.
Tomás de la Concha. Fiel a los ideales nacionales y opositor a Santana, quien lo mandó al exilio tras el golpe contra Jiménez. Volvió Tomás en 1853 y dos años después, acusado de conspiración, por orden de Santana fue fusilado en El Seibo, a verdad sabida y buena fue guardada.
Juan Nepomuceno Ravelo. Como quien pasa de prócer a villano, se volvió un fanático anexionista, peleó contra su patria, junto a los españoles, y cuando las armas nacionales se impusieron en 1865, se fue con sus amos. Murió como español, en Santiago de Cuba, en 1885.
Felipe Alfau y Bustamante. Su ejemplo sirve para probar que los renegados no son un invento nuevo. A poco de proclamarse la República, se transformó en febril partidario de Santana, persiguió el protectorado francés y en consecuencia se volvió un afrancesado. Enviado por Santana a Madrid, diligenció con afán el sacrificio de la independencia.
Gobernador Político de Santo Domingo bajo el régimen de la anexión, premiado con numerosas distinciones y títulos por Madrid, se fue a vivir a donde pertenecía, hasta morir en 1887, como gobernador de una importante ciudad española.
Solo eran ocho, pero en miniatura reflejaron temprano la tendencia a la dispersión que ha afectado a los movimientos políticos de nuestro país y la desconcertante variedad que ha distinguido desde siempre la cosecha política en cada época de nuestra historia.
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