martes, 18 de enero de 2022

¡El jefe perfecto!

Oscar López Reyes.

El jerárquico laboral más correcto y puro, ¿cuál es…?; el más completo, ¿sabes su nombre…?, el más respetuoso de la dignidad humana y las leyes, ¿lo recuerdas con aplausos?; el más excelente, ¿dónde está…?; el más insuperable, ¿lo conoces?; el ideal, ¿lo has visto?, y el único, ¿te han hablado de él?; ¿ya le agradeces y veneras? ¿Lo abrazarías y le desearías prosperidad y una vida venturosa e interminable?

Y rememora amigablemente, aireado en una oficina exquisita y sublime, a un jefe o mayordomo rústico y hacendoso; peliagudo o complicado con su bozo jactancioso y su cara de espantajo; taimado y sin candil, torcido como una barcaza a la deriva; lacerante en un rejón sin ventilación, que lastima las fibras humanas más sensibles, y no festivo en el arañar laxo y decaído de un verano con hojas secas y vientecillos que bruman en oleajes calurosos. ¿Irías a su sepelio?

Cada quien tendrá su respuesta, según sus experiencias…

La plaga tapada (el mayordomo rústico), nos interesa ahora.

Lo más común es escuchar las quejas sobre los comportamientos conductuales anómalos de funcionarios públicos altos y medianos, presidentes y ejecutivos de empresas, profesores universitarios y básicos, dirigentes de gremios de profesionales y de proletarios/operarios, líderes políticos y presidentes de instituciones de interés social que pregonan, de la boca pa´fuera, luchan por el respeto de la dignidad individual y los derechos humanos.

Sentimos vergüenza cuando, por razones atendibles, con frecuencia tenemos que sentarnos frente a un ancho escritorio de caoba, la poltrona de una potentada figura de la vida pública nacional, que no tiene paramentum: grita histéricamente, en iras repentinas por cualesquier menudencias o pifias de un subordinado; insulta en los vejámenes más horrorosos, culpa a los demás de sus errores, ridiculiza, descalifica y amenaza en el confort de su castillo.

Los ultrajes son su desahogo, sin percatarse que, por más amigo que sea del periodista, su proceder rechina. No puede ser callado. Hay que difundirlo, para que se sepa…Si no se trata de ponerle freno con la denuncia, ¡Ave María purísima….!, que continúe como un insondable imponente, provocador de sinsabores.

Como socorrista, les seguimos contando que el potentado no acepta sugerencias ni propuestas de otros, naufraga en la contradicción: hoy señala una cosa y mañana otra; se presume infalible, usa un lenguaje grotesco y soez en el estrés de su presión sistólica y en su alteración mental inconsciente.

El potentado, que no duerme siesta y entre sus empleados flauta con antipatía por su violencia psicológica, no se da cuenta que hiere y que esa huella repercute más en la individualidad que las magulladuras físicas. Y posiblemente lo sepa cuando lea este artículo, o perciba que a él le sirve el sombrero.

Le diremos qué por su sentido de pertenencia de los empleados, sus maltratos verbales en el interaccionismo socio-laboral-tripolar: jefe, ambiente y subalterno, y en su exteriorización expresiva-motora cognitiva, califica como modelo para un estudio de casos: el de las pésimas relaciones interpersonales en la humillación.

Sin donaire ni atractivo para sus colaboradores, igual puntean jerarcas de diversas instancias oficiales que, subidos en la azotea de la soberbia, muestran un exceso de autoridad, con escasa receptividad y poca comprensividad.

Famosa se ha hecho la frase de que “las palabras matan…si la gente supiera que las palabras equivocadas destruyen sueños, destruyen relaciones, destruyen autoestima, tendrían un filtro en la garganta. Si no eres capaz de alabar, de engrandecer, de admirar, de amar…, ¡quédate con la boca cerrada!”.

Los jefes públicos y privados pisotean, horripilantemente, los estatutos jurídicos, en el taburete de desvarío de poder. Veamos los tres de más alta solemnidad.

El artículo 42 de la Constitución de la República expresa que “Toda persona tiene derecho a que se respete su integridad física, psíquica, moral y a vivir sin violencia” y que “Ninguna persona puede ser sometida a penas, torturas o procedimientos vejatorios que impliquen la pérdida o disminución de su salud, o de su integridad física o psíquica”.

En tanto, el artículo 58, numeral 7, de la Ley No. 41-08 de Función Pública estipula que el servidor público tiene derecho a “recibir un tratamiento justo en las relaciones interpersonales con compañeros de trabajo, superiores y subalternos, derivadas de las relaciones de trabajo”.

De su lado, el artículo 46 del Código Laboral indica que los superiores deberán “guardar a los trabajadores la debida consideración, absteniéndose de maltrato de palabra o de otra”.

Altos directivos y jefes departamentales se libran de las querellas judiciales por el temor de sus subalternos de perder su trabajo, ante la intolerancia y la falta de un mimbre crítico. Prefieren, amargamente, seguir sufriendo, con un dolor atravesado en la médula espinal, en el transferer de la excitación y la cólera de aquellos que, en ese silbato, reiteran su resistencia a los cambios.

Los obsesivos-compulsivos laborales bajan la moral de sus colaboradores y fabrican adversarios silentes que serpentean escondidos en las montañas de tormentos. Sufren más por las desconsideraciones que por los salarios precarios.

Momentáneamente, ellos sólo aplacan la terquedad y los reproches, en los paseos vacacionales y en el acostar de los pozos alegóricos de las camillas de salas de emergencias, para que en sus glúteos les pongan sustancias relajantes. Son una especie de parches mal pegados, porque los desequilibrios internos están latentes y reviven al regresar a las tareas cotidianas.

No bastan las inyecciones tranquilizantes, los cursos, maestrías ni los doctorados. Para su “security pacific” tienen que encampanarse en el auxilio de psicoterapeutas, de ejercicios de yoga o en las prédicas del trono religioso, con sinceridad, para que les saquen las toxicidades de sus cerebros y pantorrillas. El jefe siniestro, impetuoso e irrespetuoso precisa de autocontrol o de inteligencia emocional, para evitar la belicosidad del lenguaje.

El respeto a la dignidad simboliza, sin ningún costo, la más anhelada recompensa como técnica de motivación para la productividad, el pago, la compenetración, la afinidad y la fidelidad. Los cuestionados sin mención de nombres, como abono a la esperanza de cambios, tienen que estudiar la teoría de la personalidad, y ver en qué rango se encuentran, y qué hacer para no seguir causando daños a sus semejantes.

A los de las falencias con disonancia cognitiva precitados se les ofrece la oportunidad de participar en la construcción de nuevas representaciones en la compatibilidad y la complementariedad, ausentes de conflicto/distracción, para la focalización, el anclaje y la computación de la nueva semántica del jefe perfecto.

Cordialmente,

Oscar López Reyes
Periodista-mercadólogo, escritor y articulista de El Nacional,
Ex Presidente del Colegio Dominicano de Periodistas

 

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