sábado, 14 de septiembre de 2013

Novelas, fábricas, periódicos


RAMÓN GONZÁLEZ FÉRRIZ

EL PAÍS | 14 de septiembre de 2013

A lo largo del siglo XVIII, la novela experimentó un gran auge en Europa. Sin duda, el género existía antes –para empezar, con el Quijote–, pero en el transcurso del siglo aparecieron novelas de gran éxito en las que, además, el protagonista no era un aristócrata, como el propio don Quijote o la princesa de Cleves, sino gente de clase media o incluso baja como sirvientes, marineros y muchachas de familia comerciante o agricultora. En algunos casos, como las muy existosas Pamela (1740) y Clarissa (1748), de Samuel Richardson, o Julie (1761), de Jean-Jacques Rousseau, las novelas eran epistolares y la experiencia de los protagonistas, gente común, era narrada en sus propias palabras.

En 1795, Matthew Boulton –un industrial– y James Watt –un ingeniero– fundaron junto al canal de Birmingham la Soho Foundry, una fábrica de motores a vapor con los que después se fabricaban en masa botones, juguetes, adornos o monedas. No era exactamente la primera fábrica moderna, pero su forma de funcionamiento era novedosa y fue una referencia para lo que más tarde llamaríamos la Revolución Industrial: una alta especialización de los trabajadores en una línea de producción, la fabricación de piezas intercambiables, un sistema más eficiente de control de existencias.

Los primeros periódicos impresos aparecieron a principios del siglo XVII en Alemania. Su importancia creció rápidamente por toda Europa y las colonias americanas, y a medida que transcurría el XVIII, fueron adoptando los rasgos por los que los conocemos hoy: empezaron a aparecer con regularidad –a diferencia de los panfletos o las octavillas anteriores, que eran esporádicos–, sus propietarios eran conocidos y por lo tanto debían hacerse reponsables de lo que publicaban, y asumieron una función casi inédita hasta entonces: la de controlar al gobierno y criticarlo abiertamente cuando lo consideraban necesario.


Naturalmente, que estas tres cosas sucedieran más o menos al mismo tiempo no fue una casualidad. Ya a mediados del siglo XVIII, alrededor de un sesenta por ciento de los ingleses sabía leer –en buena medida por razones religiosas: a diferencia de los países católicos del sur de Europa, la Biblia circulaba en la lengua vernácula y se consideraba que para comprender a Dios había que leer directamente su Palabra; pero al mismo tiempo no había allí censura religiosa ni política. Esto alentó la creación de sociedades que propugnaban una visión del mundo más basada en la experiencia que en la fe, aunque sus miembros no fueran necesariamente ateos, e impulsó los descubrimientos científicos y técnicos. Los avances en materia de higiene y medicina dieron pie a una explosión demográfica, y el comercio internacional y la revolución agraria permitieron la acumulación de capitales dispuestos a ser invertidos en grandes empresas. Las imprentas mejoraban y permitían imprimir más libros –que cada vez eran más en las lenguas nacionales y menos en latín– y más periódicos. Y con todo ello se fue consolidando el puñado de ideas que llamamos Ilustración.

La Ilustración fue todo un giro en la concepción del hombre –y en menor medida de la mujer– en el mundo, una verdadera revolución, pero no solo por las ideas abstractas –políticas, morales, epistemológicas– con las que suele asociarse, sino también por la tecnología que en parte alumbró y en parte aprovechó. Las novelas, las fábricas y los periódicos fueron quizá los mejores ejemplos de ello. Como explica Lynn Hunt en La invención de los derechos humanos, las novelas tuvieron un inmenso efecto cognitivo en sus muchos lectores, que pudieron, en cierta medida por primera vez, identificarse con gente a la que no habían conocido, de clases sociales con las que apenas se relacionaban, pero que al mismo tiempo tenían preocupaciones sentimentales, profesionales o religiosas que podían compartir. Esto, señala Hunt, tuvo una inmensa influencia en el desarrollo de la idea de los “derechos humanos”: nadie podría haber creído en esa idea abstracta y novedosa sin ser capaz de empatizar con los demás, sin conocer las miserias y las alegrías de los otros. En el caso de las fábricas, transformaron la vida de sus millones de empleados, fueran hombres, mujeres o niños: a partir de entonces lo normal sería que los trabajadores acudieran a trabajar por miles a un mismo sitio –en lugar de hacerlo en casa o en pequeños talleres–, se organizaran allí socialmente y, si tenían suerte, lograran hacer una carrera impensable en el entorno rural o artesano. Por lo que respecta a los periódicos, Thomas Jefferson, el autor de la Declaración de Independencia de Estados Unidos, escribió que “si de mí dependiera decidir si debemos tener un gobierno sin periódicos o periódicos sin gobierno, no dudaría un momento en optar por lo segundo”. En 1787, la Primera Enmienda de la Constitución estadounidense recogería la libertad de prensa. La influencia de ésta no paraba de crecer, y algo más tarde alcanzaría un carácter masivo cuando, en 1825, Friedrich Koenig inventó la imprenta de cilindros. Si con la vieja imprenta tipo Gutenberg se podían imprimir unos 125 periódicos a la hora, a mediados del XIX se imprimían hasta 18.000 ejemplares por hora.

Todo ello contribuyó a un hecho extraordinario, probablemente único en la historia: las experiencias de la gente –de las elites y de los demás– se expandieron enormemente. El horizonte cultural se amplió y muchos se encontraron participando de la vida de personas y lugares que sus ancestros no habrían podido soñar. Muchos desplazados del campo a la ciudad conocían un mundo nuevo –aunque, en el caso de los trabajadores industriales, no fuera ni mucho menos un mundo plácido, como asimismo contarían novelistas como Dickens– y crearon organizaciones para defender su papel en él; las discusiones en los cafés y en los pubs se abrían a las noticias que llegaban por medio de los periódicos a la periferia geográfica y a quienes estaban lejos del poder. Las novelas no solo narraban situaciones que sucedían en las inmediaciones del lector: también reflejaban el campo para los de la ciudad y la ciudad para los del campo, o acontecimientos históricos como la batalla de Waterloo para ambos. Esa fue también la época del auge del ferrocarril, una especie de fábrica en movimiento: nunca viajar a lugares que hasta entonces parecían lejanos había sido tan barato y tan rápido.

Todo esto puede sonar hoy muy remoto –estamos hablando de hace más de doscientos años–, pero esas y algunas otras cosas afines fueron las que pusieron las bases de nuestro tiempo, de la modernidad y, con ella, de la democracia. Conocer a más gente, contemplar más cosas, comprender las pesadumbres y las alegrías de los demás, tener un sueldo, organizarse para conseguir derechos, ver a mujeres sufriendo violencia, conocer a los de la capital o a los de otro pueblo, asimilar la inmensidad del mundo, participar de una economía sin (teóricas) aristocracias, ver los entresijos del gran poder y el gran comercio... Todas estas experiencias fueron claves para que se desarrollara el capitalismo, la idea de que todos somos hechos iguales y, con el tiempo, la novedosa noción de que los ciudadanos tenemos derecho a escoger a quienes nos gobiernan. Naturalmente, tuvo sus detractores: algunos poetas románticos y filósofos como Engels o Malthus ya advirtieron de que todo eso acababa con un mundo que a ellos les parecía idílico, natural y muy preferible a todo el ruido real y mental que generaron esos avances, y no fueron pocos los gobernantes que se opusieron a tales innovaciones porque sospecharon con razón que podían poner en riesgo su hegemonía. Hubo novelas racistas, fabricantes tiránicos y periódicos difamadores. También eso creó, y sigue creando, nuestro mundo. Pero en términos generales, fue una ganancia.

Algunos de los grandes avances tecnológicos posteriores abundaron en todo esto. El telégrafo, el barco de vapor frente al de vela, la radio, el automóvil, la televisión o internet han contribuido en gran medida a configurar nuestras democracias actuales, aunque muy probablemente su impacto fuera menor que el de los tres inventos de los que vengo hablando. Sin embargo, hoy vivimos una novedad más que supone, si no el fin de una era, sí al menos un pequeño terremoto: esos tres pilares capitales de la democracia han perdido centralidad. Su importancia sigue siendo inmensa, pero hoy hay que reconocer que las novelas ya solo son un producto más del menú de entretenimiento de los ciudadanos, no el principal y ni siquiera el más prestigioso; el porcentaje de PIB industrial en las economías occidentales se ha desplomado y se han perdido millones de puestos de trabajo en fábricas, y los periódicos de los países europeos y Estados Unidos venden hoy menos ejemplares de papel que en las últimas décadas y su influencia, aunque muy relevante aún, se ha difuminado. Con esto no quiero decir que la democracia esté necesariamente en decadencia, ni que estemos a las puertas de una revolución política o cognitiva, pero sí, como digo, es muy novedoso en lo que habían sido un par de siglos de continuidad.

¿Podrán las nuevas formas de ficción literaria crear la cultura común y presentar a los lectores una indagación en las experiencias de los demás como lo hizo la novela canónica? ¿Podrá la economía de servicios y –por decirlo en la jerga de moda– la investigación y el desarrollo sustituir la seguridad y la previsibilidad que, a pesar de todos sus conflictos, daba la industria a sus trabajadores? ¿Podrán las nuevas formas y soportes del periodismocontrolar a los gobiernos y denunciar sus excesos como lo han hecho hasta ahora, mal que bien, los periódicos?

Ya tenemos algunas respuestas parciales a todo eso, de la radio a la televisión o el cine, de la microempresa al teletrabajo, de la web a, bueno, la web. Habrá que ver si el futuro es suyo y si eso es una buena noticia.

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Imágenes: 1) la rotativa del diario EL PAÍS fotografiada por César Lucas en enero de 1977. 2) Una empleada de Alibérico Food Packaging trabaja en la planta de Alcalá de Henares(Madrid).

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Ramón González Férriz es editor de la revista Letras Libres en España y autor de La revolución divertida (Debate).

elpidiotolentino@hotmail.com; elpidiotolentino@gmail.com
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