MIGUEL ÁNGEL FORNERÍN[mediaisla]
Los estados han instituido el horror como historia. Los individuos hemos perdido la batalla […] Estados Unidos se convierte en aliado de la impunidad y presta, como Inglaterra y España, su tecnología para que, en nombre de simulacros religiosos, salten en pedazos los cuerpecitos de los niños.
Ante la más depravada humillación, el hombre ha controlado sus sentimientos con la expresión: ¡Dios es grande! ¡Como Dios quiera! ¡Sea la voluntad de Dios! Esas expresiones, que tantas veces hemos endilgado al pesimismo, a la ignorancia, a la alienación religiosa, cobran un sentido distinto cuando leemos a Mircea Eliade, el rumano historiador de las religiones. El hombre primitivo tuvo una manera de conjurar los cataclismos y las barbaries humanas. Apeló a un Dios bueno y compasivo frente a las grandes adversidades de los tiempos.
Hoy, que vivimos un mundo sin Dios es menester que reflexionemos sobre el consuelo de las víctimas de masacres y holocaustos que no tendrán justicia en la tierra, porque en la tierra los justos son los menos y los que no tienen el poder de cambiar la barbarie por las lecciones humanísticas.
Muchos pueblos han vivo el horror de la historia. Este es un tema que plantea el sabio rumano de referencia en su libro El mito del eterno retorno. La historia es todo lo que ha hecho el hombre. Entre sus muchos atributos está el de fabricar armas y usarlas contra sus semejantes, en una carrera tan deshumanizada que el autor de Leviatán, Hobbes, repitió una sentencia de Plauto el dramatugo latino: el hombre es un lobo para el hombre (hominis lupus hominis est).
En el mundo de la antigüedad, decenas de pueblos soportaron los horrores de los imperios como el imperio romano. Cartago fue destruida y borrada del mapa siguiendo el dicado de Catón (Delenda Cartago est). Al caer el imperio romano, muchos pueblos fueron destruidos por las hordas de los bárbaros que cruzaron desde las estepas del oriente hasta el centro mismo de Europa. Gen Gistan impuso el terror y sus dominios hasta el extremo de ser considerado uno de los grandes dominadores de hombres en la Mongolia y la China…
Con el descubrimiento de América, millones de indígenas vivieron el fin de su civilización a manos de la tecnología del otro más civilizado, y millones (unos 25 millones) de africanos fueron sacados de su tierras y transportados en las barrigas de los barcos hasta América, donde fueron vendidos como animales. Muchos de los que están leyendo ahora estas notas tienen un antepasado que sufrió esa horrífica historia. Miles de africanos fueron esclavizados en las colonias franceses, inglesas, portuguesas y estadounidenses en toda América.
Todos vivieron el horror de la historia. Carlos Marx, empinado en conocer los entresijos de la lucha de clases y del desarrollo del capitalismo mundial, encontró cómo la acumulación originaria dio un salto al usar la mano de obra esclava. Muchos de los estados modernos están cimentados sobre el sufrimiento de millones de seres humanos que nunca encontraron justicia y han sido condenados por generación a la miseria más espantosa.
Para Marx el hombre debería encontrar un estadio donde se terminara la Historia, como lucha o como horror. Dice Eliade que el alemán puso al final de proceso de época de oro de la humanidad. Cuando Hegel comenzó a desarrollar su filosofía, y le dio una vuelta al historicismo, Schopenhauer, quien decía de él que era un charlatán, entendía que el filósofo alemán mezclaba filosofía con misticismo religioso. Los pueblos primitivos encontraron en el inicio la época de oro El Paraíso perdido, pareciera que Marx intentaba poner este paraíso al final de la Historia.
En los años noventa cuando las tensiones ideológicas entre capitalismo y comunismo inclinaron definitivamente la balanza a favor del primero, Fukuyama decretó el fin de la Historia. Los que hemos sido testigos de las horrendas matanzas en Siria y en Palestina podemos pensar que el hombre no se ha apartado de la imagen creada por el latino: es lobo para el hombre por lo que el terror de la Historia ha saltado de los libros de Historia a la vida posmoderna en la que los individuos vivimos de espaldas a las grandes destrucciones, a los dolores de padres e hijos y al asesinato con el uso de armas de poderoso alcance para justificar la razón de estado, un espacio vital para la vida de un grupo o familia.
Pero los mitos nos explican la Historia. Tal vez no ayuden a entender las expresiones consolatorias que, desde la edad arcaica, han visto en un Dios el consuelo frente a los horrores de los hombres. La Historia es el relato y el demiurgo creado por los humanos como fuerza, donde su barbarie se ha revestido de ideología, sin que nadie en la tierra pueda poner un freno.
La Historia que vivimos es también el final de los derechos humanos. La Corte Penal Internacional discute si el estatuto Roma les aplica a los palestinos; si alguien que es evidente, ha cometido atrocidades puede ser juzgado. Ya los muertos están ahí; ahora vienen los abogados de la impunidad a empollar los huevos del olvido. Todo esto nos hace más bien pensar si nos encontramos al final de la historia como horror, o si estamos al final de la idea de derechos humanos.
Los estados harán lo que consideren más propicio a sus políticas exterior o económica por encima de la justicia. Y solo habrá justicia universal cuando los estados quieran; para los individuos solo existirán las consolaciones y el terror. El relato de la historia nos hace pensar que el derecho de gentes, tan perfilado en la jurisprudencia que crearon sabios juristas como Antonio de Vitoria, que le dieron el estatuto de seres humanos sujeto a derechos a los indios con las leyes de Burgos o las de indias en 1508; que la declaración de los derechos del Hombre y el Ciudadano en la Revolución francesa de 1789, que establecía que todos nacemos iguales ante las leyes y la sociedad; que la declaración de Independencia de las colonia inglesas de América con su encabezado “We the people” y que la declaración de los Derechos Humanos que estableció que el hombre tiene derecho a rebelarse contra la tiranía y la opresión han llegado al final de su camino.
Los estados han instituido el horror como historia. Los individuos hemos perdido la batalla; esto se echa de ver cuando Francia es ronca en pedir el respeto de los Derechos Humanos y cuando Estados Unidos se convierte en aliado de la impunidad y presta, como Inglaterra y España, su tecnología para que, en nombre de simulacros religiosos, salten en pedazos los cuerpecitos de los niños. Hemos llegado al final de los derechos humanos y no de la Historia como terror. Nosotros en el centenario de la Primera guerra mundial somos testigos de una gran barbarie humana y lo mejor de todo esto es que solo nos queda la historia del relato y el ejemplo del mundo arcaico que consuela, frente al existencialismo absurdo y el pesimismo rampante, que ¡Dios es grande! Y frente a la falta de justicia, los consuelos religiosos podrían llevarnos a entender lo que Plauto y Hobbes afirmaron que el hombre es un lobo para el hombre, porque la consternación ante la historia no es más que una faceta oculta en su propia historia de guerra, violencia y destrucción…
Ante esto, cabría preguntarnos: ¿qué pasará con los que vendrán después?
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MIGUEL ÁNGEL FORNERÍN (Higüey, RD). Departamento de Estudios Hispánicos de la UPR Cayey, es autor de Ensayos sobre literatura puertorriqueña y dominicana (2004), Entrecruzamiento de la historia y la literatura en la generación del setenta (2009), Las palabras sublevadas (2011) y Los letrados y la nación dominicana (2013), entre otros
elpidiotolentino@hotmail.com; elpidiotolentino@gmail.com
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